La Puerta
Cauteloso, como si temiera el ataque sorpresa de un algún animal desde la oscuridad, llegó hasta la puerta y, al momento, un fuerte olor a laca le hirió el olfato. La puerta era vieja, pero parecía que acababan de pintarla. El miedo invadió su cuerpo cuando sintió una extraña caricia desde la base del cuello extenderse hasta el final de su columna; era como la caricia de un dedo caliente y aceitoso. Todavía iba vestido con la bata blanca de la sala de operaciones. Cuando se dispuso a tomar la perilla de la puerta, la aguja mariposa que llevaba en su mano le causó molestia. De nuevo la voz del hombre interrumpió el silencio:
––Yo que tú, no haría eso. Ya te dije, no te gustará. ––le advirtió el hombre nuevamente.
A pesar del relampagueo de la luz, en esa oportunidad pudo verle el rostro. Era de semblante cetrino, con la mirada hundida en unas ojeras azulencas; sacó un cigarrillo de su gabardina y lo encendió. Tanto el rostro como las manos le parecieron mortalmente blancas. La bocanada de humo que le brotó de los labios se le figuró como una calavera que, al instante, se volatizó en medio de la oscuridad. Parecía fastidiado o cansado, como si llevara toda la vida en aquella puerta. Con la misma voz de tedio resaltó que había otras puertas en el pasillo.
Un aire frío se arrastró por la rendija baja de la puerta y se apoderó de sus pies, sólo entonces concientizó que estaba descalzo. El aliento de hielo le trepó las pantorrillas, los muslos, como una araña de escarcha, y se le incrustó por los agujeros de su anatomía; recordó que debajo de la bata no llevaba nada: iba desnudo. De golpe, como por un flash fotográfico, llegó a su mente la operación. Se llevó la mano a la cabeza, hasta el sitio de la incisión y palpó el líquido viscoso que le corría por la espalda. ¡Era su sangre! La supuso oscura, viscosa, marcándole la columna. Volvió a colocar su mano sobre la perilla.
«Por qué me es tan necesario abrirla —se preguntó—. Qué hay tras su forma...»
No hubo respuesta. Entonces se decidió a girar el pomo. La puerta gimió al soltar el seguro.
—Te lo advertí ––dijo el hombre resignado.
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Una luz blanca inundó todo el espacio. Tuvo la sensación de que las pupilas se le llenarían de blanco, así que las cubrió con su mano para protegerlas. Cuando sus ojos se adaptaron a la claridad de la habitación, pudo ver lo que había tras la puerta. Era una sala del hospital. Tres jóvenes médicos, todos vestidos de azul y con tapabocas, manipulaban implementos quirúrgicos sobre un cuerpo al que sólo se le divisaba los pies. De su dedo gordo colgaba un papelito cual etiqueta de oferta. Entonces el hombre del cigarrillo se paró a su lado. Esta vez, ya completamente iluminado, le pareció conocido, pero no supo de qué lugar. Los doctores, que como buitres deshacían las vísceras verdes y oscuras del muerto, sin percatarse de la presencia de los intrusos se apartaron del cadáver y entonces todo cobró sentido.
—¡Soy Yo! —dijo el de la bata, confundido, pero sin sobresalto—. ¿Esto es una pesadilla? Hace tres días que me operaron de… —guardó silencio.
El otro, con un evidente fastidió, tiró el cigarro al suelo y lo apagó pisándolo con su zapato. Respiró profundo antes de hablar.
—Todas las noches hacemos esto. Todas las noches, ¡desde hace 25 años! te advierto que no lo hagas, te pido que no abras esa puerta; y tú, todas las malditas noches, me ignoras y lo vuelves a ver. Lo que yo me pregunto es ¿Cuándo abrirás la puerta correcta?