En la inmensidad del tiempo y el espacio,
la felicidad se convierte en un tesoro precioso,
un bien tan efímero y esquivo
que muchos pasan toda una vida buscándolo sin hallarlo.

Es como una mariposa juguetona,
que se escapa en un abrir y cerrar de ojos,
llevando consigo la alegría y la plenitud.

La felicidad, esa emoción tan anhelada,
a menudo se pierde en el trajín del día a día,
en las preocupaciones y responsabilidades que nos abruman.

A veces, incluso parece que la felicidad se antepone a un espejo,
burlándose de nosotros, como si fuera un juego cruel
que solo algunos afortunados pueden ganar.

Pero la verdad es que la felicidad está siempre a nuestro alcance,
en las pequeñas cosas, en los momentos simples y cotidianos
que a menudo pasamos por alto.

No es necesario perseguirla desesperadamente,
pues la felicidad nos encuentra cuando menos la esperamos,
en una sonrisa, en un abrazo,
en un rayo de sol que ilumina nuestro rostro.

Y, sin embargo, muchos no se dan cuenta de la felicidad que poseen
hasta que la pierden,
hasta que se desvanece como agua entre los dedos,
dejándoles solo con un vacío y un anhelo de recuperarla.

La vanidad de creerse dueños de la felicidad,
de pensar que pueden retenerla para siempre,
es solo un espejismo que se desvanece con el paso del tiempo.

Porque la felicidad es como el viento,
imposible de atrapar, efímera y cambiante,
pero siempre presente,
esperando a ser descubierta una y otra vez.

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