Un caracol se desplaza por mi jardín fingiendo que no me ve. Me pregunto en qué está pensando, qué represento yo en su mundo, en su universo que no va más allá de los dominios de esta casa. Me pregunto si me ve como un depredador malvado o como un Dios exterminador de su especie; me pregunto si me guarda rencor por el pasado.
Hace unos años sus ancestros colonizaron mi jardín acabando con todos mis cultivos. Aún tiemblo al recordar la plaga devorando las plantas y me estremezco con las imágenes de ellos cubriendo el suelo y hasta las paredes, durante un día lluvioso. Ha pasado un tiempo, pero permanece la duda de cómo cruzaron el mar tal cantidad de caracoles africanos para llegar hasta mi huerta cumanesa.
Eran ellos o yo, y voté por mí. Dediqué meses y meses a recolectarlos y exterminarlos. Me angustiaba verlos; yo tan grande, ellos tan pequeños e interminables y con la temporada de lluvias jugando a su favor.
Me acerco un poco más, pero no va ni más lento ni más rápido (bueno, no es que los caracoles sean especialmente veloces); va dejando marcado el camino con la humedad viscosa que recubre su cuerpo y sigue avanzando sin prisa, pero sin pausa; con determinación y constancia, guiado por sus primitivos instintos.
Levanto la vista buscando si hay rastro de otros, he de confesar que un poco temerosa de tener que vivir todo de nuevo. Sigo su trayectoria con la mirada preguntándome su intencion, pues está lejos de mis cultivos. Pronto descubro su proposito de alcanzar mis suculentas, supongo que lo tientan sus carnosas hojas como un exquisito manjar. Pero no lo dejaré comenzar otra invasión, no puedo pasar por todo eso nuevamente; así que doy un paso más hacia él y lo interceptó, no alcanzará su objetivo.
Imágenes de mi autoría tomadas con teléfono Redmi 9A