En su memoria guarda flores translúcidas y coloridas de hechos pasados, presentes en sus ojos cuando piensa en sí, en lo que quiere en su ramo.
Una flor cuyos pétalos están formados por las galletas rectangulares que mojaba en un vaso largo de leche fría. A veces, los pétalos se iban amontonando en la leche, convirtiéndola en un puré marrón al que daba vueltas con una cucharilla para, cuando se había adquirido la textura adecuada, comerlo sin dejar nada.
Otra flor cuyo olor es frío, de casa cerrada, con un ligero aroma a pan de pueblo. Un olor que le daba la bienvenida al verano y a la casa en la que pasaría sus vacaciones. El que le esperaba cuando volvía de recoger moras de las zarzas, el que se mezclaba con el susurro continuo del río que pasaba a su lado.
La flor cuya esencia está rellena de flores sobre papeles y picnics bajo la lluvia. De una pequeña flor nacida entre mantas y baldosas, adornada con un marcador que cuenta las alegrías y tristezas vividas en el camino a un lejano pueblo que se encuentra a cinco minutos de distancia.
Con ellas y con otras pocas, ha ido creando un ramo de flores no comestibles que guarda consigo hasta que se le borre la memoria.