La bella sin nombre
El cielo se hizo oír con un terrible alarido y descargó sobre el campo su furia helada. La lluvia impedía el avance normal del vehículo y Franco se puso nervioso. No ayudó que viera de reojo un cartel que se acercaba con la palabra “Cementerio”, seguido de un grupo tumbas con sus muertos que parecían abandonados a su suerte. Cuando sus ojos volvieron al camino, vio una mancha blanca. Para no colisionar con el espigado objeto apretó los frenos, desviando el vehículo hasta casi chocar con un árbol. El barro salpicó la ventanilla, dificultando su visión. La forma comenzó a acercarse y pensó en un fantasma.
A punto estuvo de gritar cuando conoció al amor de su vida. La joven le pidió que la alcanzara a su casa y eso hizo. Debió haberlo hechizado porque los días siguientes no pudo sacarse de la cabeza a aquel ser celestial, que le trastornó el juicio. El amor, ese maldito parásito que infecta al desprevenido, se esparció por sus venas. Al cabo de unos días, no lo soportó más y quiso conocerla, volvió al hogar donde la había dejado.
La casa de su diosa amada era parte de un caserío en medio del polvo campestre. Encontró el lugar vacío, excepto por una anciana que descansaba en una silla en la casa del frente. El hogar de la mujer, por otro lado, se veía diferente bajo el cielo claro. Parecía abandonada y nadie acudió a su llamado, su vestido de pintura verde parecía ajado y dos ventanas estaban tapiadas con tablas.
Miró hacia atrás y vio a la anciana que lo observaba. El hombre cruzó rápidamente la calle.
—Disculpe, señora, estaba buscando a la señorita que vive enfrente.
—¡Ah! Buscas a Gracia.
¡Al fin oía el nombre del ángel de sus sueños!
—¿Usted sabe dónde podría encontrarla?
—Sí, en el cementerio. Lleva muerta más de veinte años, querido.
El rostro del hombre adoptó un tono marmóleo. La anciana tomó su muñeca y tiró de él.
—A veces la veo… Deambula por aquí. La mató el marido.
Franco miró sobre su hombro. Aquella casa le hablaba de muerte… de ánimas. En ese instante de pánico, desde los arbustos floridos del jardín, apareció una mujer. Su halo de novia virgen etérea permaneció suspendido sobre él como una sentencia, una sentencia de óbito. Franco la observó y, desde lo más profundo de su garganta, brotó un agudo grito. Corrió hasta su vehículo y se alejó.
La mujer se detuvo al lado de la anciana, su aura de alma en pena se había desvanecido.
—¡Gracia!
—Soy Sara, abuela.
—¡Ah! —asintió la viejecita, confundida—. ¿Alguna vez te he dicho que te pareces a mi nieta Gracia, la que mató el marido?
—Siempre me lo dices, abuela. Pero no la mató el marido, murió de pulmonía… ¿Quién era ese hombre?
—¿Qué hombre? No he visto a nadie en todo el día —preguntó la viejecita, estupefacta, mirando alrededor.
—Nadie, abuela —replicó Sara con un suspiro.
Créditos: La primera foto fue creada con IA con el editor Canva, las demás fotos tienen su fuente debajo. El cuento es de mi creación.