En un rincón del mundo donde la tierra olía a musgo húmedo y los árboles susurraban secretos ancestrales, vivía Imaní. Un niño que sentía una afinidad profunda por todo lo que existía más allá de su comprensión. Sus ojos, dos pozos de melancolía y asombro, se perdían con frecuencia en la contemplación del firmamento.
Una noche, mientras se encontraba tendido sobre la hierba, sintiendo el latido de la tierra bajo su cuerpo, una estrella, desprendiéndose de la bóveda celeste, descendió como una lágrima de luz, posándose suavemente sobre sus manos extendidas. En ese instante, Imaní sintió una conexión profunda con algo más grande que él, una fuerza misteriosa que lo unía al universo.
—¿Quieres montar en mí? —preguntó la estrella, su luz tintineando con dulzura.
Sin dudarlo, Imaní subió a su luz y la estrella lo elevó hacia los cielos, más allá de lo conocido. Mientras viajaban, un perro apareció trotando a su lado, un ser de mirada melancólica pero leal.
—Soy parte de ti —le dijo el perro con voz grave—. Imaní lo acarició y aceptó su compañía, aunque en su pecho sintió un peso. Poco después, entre las ramas de un árbol cósmico que flotaba entre nebulosas, apareció una ardilla. Era ágil, chispeante y siempre tenía una chispa de ingenio en los ojos.
—Quiero ser parte de ti —chilló la ardilla—. Imaní duró mucho en aceptarla a su lado.
Avanzaron el niño, el perro y la ardilla viajando por el universo, explorando planetas y saltando entre galaxias. La estrella se movía con firmeza, llevando a Imaní hacia sus sueños más grandes. El perro a veces ladraba, recordándole sus miedos y heridas, pero la ardilla siempre encontraba algo con lo que distraerle: un juego, una idea, un destello de fantasía.
Con el paso del tiempo, Imaní empezó a crecer. Sus piernas se hicieron más largas, sus manos más fuertes, pero algo cambió en su estrella. Ya no flotaba serena en el cielo; comenzó a arder con una intensidad febril, trazando líneas fugaces en la bóveda celeste.
—¿Qué te sucede? —preguntó Imaní, sintiendo que el viaje era más rápido, más incierto.
—Estás creciendo —respondió la estrella—. Tus sueños poco a poco dejan de ser suaves y luminosos, ahora queman, y yo soy uno de ellos.
Mientras tanto, el perro había cambiado. Su cuerpo antes delgado y pequeño creció hasta volverse enorme, sus ojos ahora eran de un dorado profundo, y su melancolía se convirtió en un rugido que retumbaba en el espacio.
—Soy tu león ahora —dijo el animal— sorprendido Imaní miró que la ardilla ya no correteaba entre planetas ni saltaba entre cometas. En su lugar, una sombra la sustituía: vaga, inasible, pero siempre presente.
—¿Dónde estás, ardilla? —llamó Imaní.
—Estoy aquí —susurró la sombra—. Tu imaginación no es luminosa ahora, es oscura, más difícil de alcanzar, un susurro que debes perseguir.
El viaje se volvió frenético. La estrella corría más rápido, consumiéndose en su propia intensidad. El león rugía a cada paso y la sombra de la ardilla se deslizaba, siempre cerca, pero fuera de su alcance.
Finalmente, Imaní sintió que la estrella alcanzaba su límite.
—Pronto desapareceré —le dijo con suavidad—, no te has decidido y eso me hará desaparecer. La estrella se deshizo en un estallido de luz, dejando a Imaní flotando en el vacío.
Imaní se hundió en la negrura de su alma, donde el arrepentimiento era un eco lejano, una voz ahogada por el peso de sus actos. Al alzar la vista, la sombra que lo había perseguido se disolvía lentamente, como un sueño desvaneciéndose. El león, con ojos que parecían penetrar hasta lo más profundo de su ser, lo observó alejarse. 'Cada hombre', rugió, 'lleva consigo un abismo. Es la oscuridad que habita en nuestro interior, la nada que amenaza con engullirnos. El arrepentimiento es un puente sobre ese abismo, una oportunidad de reconstruir lo que hemos destruido. Pero es un camino solitario, un viaje que cada uno debe emprender por sí mismo. No basta con reconocer el error; hay que sumergirse en la propia oscuridad y emerger transformado.'
Imaní no entendió y las estrellas siguen brillando como lámparas eternas, pero él nunca logró volverlas a ver.
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The journey of Imani
In a corner of the world where the earth smelled of damp moss and the trees whispered ancient secrets, lived Imani. A child who felt a deep affinity for all that existed beyond his comprehension. His eyes, two wells of melancholy and wonder, were often lost in contemplation of the firmament.
One night, as he lay on the grass, feeling the pulsing of the earth beneath his body, a star, falling from the celestial vault, descended like a tear of light, resting softly on his outstretched hands. In that instant, Imani felt a deep connection with something greater than himself, a mysterious force that linked him to the universe.
-Do you want to ride on me? -asked the star, its light tinkling softly.
Without hesitation, Imani climbed into its light and the star lifted him into the heavens, beyond the known. As they traveled, a dog appeared trotting beside him, a melancholy looking but loyal being.
-I am part of you,” the dog told him in a deep voice. Imani petted him and accepted his company, although he felt a weight on his chest. A little later, among the branches of a cosmic tree floating among nebulae, a squirrel appeared. He was agile, sparkling and always had a spark of wit in his eyes.
-I want to be a part of you,” squeaked the squirrel. It took a long time for Imami to accept it by his side.
Onward went the boy, the dog and the squirrel, traveling through the universe, exploring planets and jumping between galaxies. The star moved steadily, carrying Imami toward her greatest dreams. The dog sometimes barked, reminding him of his fears and injuries, but the squirrel always found something to distract him: a game, an idea, a flash of fantasy.
As time went by, Imani began to grow. Her legs grew longer, her hands stronger, but something changed in her star. She no longer floated serene in the sky; she began to burn with a feverish intensity, tracing fleeting lines in the celestial vault.
-What's the matter with you? -Imani asked, feeling that the journey was faster, more uncertain.
-You are growing up,” answered the star. Your dreams are slowly ceasing to be soft and luminous, now they burn, and I am one of them.
Meanwhile, the dog had changed. His once thin and small body grew to become huge, his eyes were now a deep gold, and his melancholy became a roar that echoed through space.
-I am your lion now,“ said the animal.” Surprised, Imani saw that the squirrel was no longer scampering among planets or leaping among comets. Instead, a shadow replaced it: vague, elusive, but always present.
-Where are you, squirrel? -called Imani.
-I am here,” whispered the shadow. Your imagination is not bright now, it is dark, harder to reach, a whisper you must chase.
The journey became frantic. The star ran faster, consuming itself in its own intensity. The lion roared with every step and the squirrel's shadow crept, always close, but just out of reach.
Finally, Imani felt the star reach its limit.
-Soon I will disappear,” he said softly, ”you haven't made up your mind and that will make me disappear. The star broke apart in a burst of light, leaving Imani floating in the void.
Imani sank into the blackness of his soul, where regret was a distant echo, a voice drowned out by the weight of his actions. As he looked up, the shadow that had haunted him slowly dissolved, like a fading dream. The lion, with eyes that seemed to penetrate to the very depths of his being, watched him walk away. 'Every man,' he roared, 'carries with him an abyss. It is the darkness that dwells within us, the nothingness that threatens to engulf us. Repentance is a bridge over that abyss, a chance to rebuild what we have destroyed. But it is a solitary path, a journey that each of us must undertake on our own. It is not enough to recognize the mistake; one must plunge into one's own darkness and emerge transformed.'
Imami did not understand and the stars continue to shine like eternal lamps, but he never managed to see them again.
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