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Mi familia y yo regresábamos de un viaje por la playa cuando nos encontramos con una escena inédita en la terminal de autobuses: las calles estaban rotas, llenas de barro, y con maquinaria de construcción obstruyendo el paso.
¿Qué había sucedido?, fue lo primero que mi abuela y yo nos preguntamos mientras caminábamos por las calles, procurando no tropezarnos con nada. Queríamos salir del área para ir a tomar el autobús que nos llevaría a casa. Por su parte, una tía se había quedado en la central esperando su taxi para irse a su casa, aunque dudo que logre llegar con tanta calle invadida.
Tras tantas idas y venidas en el barro, por fin logramos regresar a casa, un edificio que parecía tener vida propia, pues sus puertas solían cerrarse por sí solas cada cierto momento.
Tras cambiarme de ropa en la habitación de mi abuela, me dirigí hacia mi cuarto, ubicado al final del pasillo. Abriendo la puerta, contemplé que todo estaba en su lugar. Ahí se encontraba mi cama, con sus sábanas y almohadas moradas; un clóset abierto de par en par, y una mesita de noche, ambos tan antiguos como la casa. A un lado entraba la luz del sol, filtrándose en la apertura del techo. Desde donde me encontraba de pie podía contemplar los árboles frondosos y una torre rosada con un reloj, marcando las 7:15 de la mañana.
Era una vista muy hermosa, una que siempre contemplo antes de salir de mi habitación y enfrentar el día a día. Una sensación de paz que me otorgaba...
De forma abrupta abrí los ojos; me sentía desorientada por un momento hasta deducir que me encontraba acostada en mi hamaca. Al volver mi mirada hacia la ventana cerrada, noté que el sol se alzaba en el horizonte.
Tomo mi teléfono y miro la hora. Eran las 6:47 de la mañana.
“Hora de levantarse”, murmuró mientras me sentaba, lista para enfrentar el día a día.
