Desde Ámsterdam, tomamos un tren de unos 45 minutos hasta Rotterdam, donde abordamos un Watertaxi que nos llevó a una estación cercana a los Molinos de viento de Kinderdijk. Desde allí, decidimos continuar el viaje en bicicleta. Había planeado durante días poder estar allí justo al atardecer, que era lo que más deseaba ver. Aunque el pronóstico indicaba lluvias (algo común en la zona), pedí con todas mis fuerzas un cielo despejado para disfrutar de ese momento. Y así fue.
Nunca antes había presenciado algo tan impresionante: un sendero rodeado de molinos de viento, un prado que se perdía a la vista, el río, sosteniendo en silencio pero con gozo la pesada carga de los molinos, el verde vibrante de las fachadas y mi piel acariciada por una luz suave y cálida que iluminaba cada rincón de mi ser.
En ese instante, sentí una mezcla profunda de amor y gozo. El paisaje me envolvía, me enternecía, hablándome en colores y aromas.