A finales de la década de los 80 vivía en la maravillosa ciudad de Valencia. Me había mudado de Caracas a esa ciudad. El motivo del traslado fue porque fui contratado por una empresa fabricante de tubos gracias a la recomendación de un amigo. Debía encargarme de la gerencia administrativa de la sede. El cargo era atractivo y mucho más por el paquete salarial.

Para mí era un reto porque venía de encargarme de departamentos de computación de otras empresas y mi nueva función era acomodar el desastre que otros había dejado. Al igual que yo, un ingeniero mecánico llegó para hacerse cargo de las operaciones. Junto hicimos una buena dupla y pusimos en el mapa a la sucursal. Tanto así que superamos la sede de Caracas y nos ganamos la admiración y respeto de los dueños.

Estando en el cargo conocí muchas personas, ya que tuve contacto con los gerentes de bancos, con proveedores de la zona y más. Esto trajo como consecuencia infinidad de invitaciones a reuniones y eventos de la ciudad. Eso no era lo mío, pero como gerente no podía dejar pasar la oportunidad de hacer ver el nombre de la empresa.

Pasaron dos años y el cargo me aburrió. Todo era monótono y no solo fue el trabajo, sino que ya me conocía toda la ciudad, sus rumbas, sus parques, la cercanía a las playas. Esto me llevo a añorar la velocidad de Caracas.

Entonces llegó una propuesta que me llamó mucho la atención. El gerente de mercadeo de la marca MAVESA. Una empresa dedicada a la venta de margarinas y consumo masivo. El cargo era vendedor. En realidad, yo estaba seguro de que lo que tenía de vendedor era una pequeña porción por herencia. En la familia todos venden hasta piedras. No me consideraba vendedor de nada. Pero parece ser que cuando conocí al señor, quedó prendado de mi forma de ser y le pareció que sería un buen candidato.

Lo consulté con la quién era mi esposa y ella se negaba a que dejara mi empleo. Alegaba que estábamos bien, que no nos hacía falta nada y que la ciudad era tranquila. Pero terco yo, me gustaba la idea de aventurarme y en aquel entonces el ser vendedor para una marca tan importante en Venezuela era lo máximo. No le hice caso a nadie. Hice lo que quería. Renuncié y acepté ser vendedor de la marca. Esto iba a traer consecuencias aterradoras.

Las cosas comenzaron súper bien, tenía una zona para atender bastante amplia. Puerto Cabello, Mariara, San Diego, San Joaquín. Eran zonas o pequeñas ciudades fuera de Valencia, pero con una clientela espectacular que compraba como les daba la gana. La mayoría eran supermercados chinos. Como vendían esos demonios y como vendía este catire.

Lo maravilloso del empleo era que no estaba enterrado en una oficina, estaba rodando todo el tiempo. Comenzaba mi día a las 07:00 am y eran las 08:00 pm y yo en la calle. Lo disfrutaba. A los pocos meses, gracias a los ingresos, cambié de carro. Eso me llevó a un estatus más alto en la compañía. En ella había que estar impecable. Aun cuando te metías en los depósitos llenos de ratas y polvo, uno tenía que estar de punta en blanco y jamás, jamás quitarte la corbata. Éramos la fuerza de ventas de consumo masivo, mejor vestidos. Y la gran mayoría teníamos buenos carros, últimos modelos.

Y comenzó el desastre. Todas las mañanas no reuníamos en la entrada de la empresa. Era obligatorio porque recibíamos las instrucciones del día. En esas reuniones, conocí a los demás vendedores, supervisores y gerencia. Entregábamos el resultado del día anterior con los pedidos y se nos entregaba un sobre con las asignaciones del día. Fue así que comencé estar con los chicos pesadillas del grupo. Los mala conducta. Todos los viernes nos reunimos en una tasca después de terminar las labores. No importaba de donde venías, siempre ibas a ser esperado para pasar un buen rato tomando unos tragos hablando gamelote parejo.

Lo otro que sucedió fue, que las promotoras de las diferentes marcas (no todas), eran cautivadas por la presencia de los elegantes. Eso de estar bien vestido, oloroso a colonia y con un fabuloso vehículo, alguna consecuencia tenía que ocasionar. Y no solo fueron las promotoras, también vendedoras, secretarias de supermercados y pare de contar. Eso fue la locura. Pero yo me mantenía como una estatua, no miraba para ningún lado. Fui atacado, tocado, acorralado y yo como piedra, sin asimilar esos estímulos provocadores de las damas. Mis compañeros se extrañaban por mi comportamiento y me lo decían. Se preguntaban si pertenecía alguna logia, secta, religión y hasta se llegó a pensar que jugaba para el otro bando. Eso jamás. Yo solo quería ser fiel a mi esposa.

¡Aja!, te estás dando cuenta, ya ni tú, que me lees, te lo crees. Pero sigamos el cuento.

Así paso el tiempo, yo vendiendo, pasándola bien y fiel a mi matrimonio. Hasta que llegó el día de la locura. Nos habían depositado las comisiones y ese mes a todos nos fue de maravilla. Estando en la tasca bebiendo como cosacos y riendo hasta más no poder, alguien dijo: vámonos para la playa.

Amanecimos en Puerto Cabello. No bastándonos con eso, compramos vestimenta para la ocasión, trajes de baño y demás y seguimos la rumba. Fuimos a parar a Morrocoy. En Tucacas, un pueblo costero, mi amigo del alma, Carlos Rojas, le dio por comprar unas flechas y unos arcos para adornar su apartamento. Él tenía una fijación con esas cosas. Como su vehículo tenía la maleta llena de cervezas, licor y demás cosas, colocamos las flechas en la maleta de mi carro.

Y al tercer día resucitó. Tres días me perdí y en ese tercer día llegué a casa con el rabo entre las piernas. La cara de mi esposa era igualita a la de Linda Blair en el "Exorcista". Esa vaina me dio miedo. Pero como yo estaba seguro de que no había hecho mayor mal, me quedé tranquilo. Aguanté insultos, regaños; de todo. Yo solo dije: mi amor, solo bebí, no estuve con ninguna mujer. Pero, ¿pueden ustedes creer que la chica me creyó?

De inmediato me metí en la ducha y cuando lo hice, la chica me preguntó dónde había dejado la ropa. Le respondí de forma segura y sin pensar nada malo que la había dejado en la maleta del carro. Ella tomó las llaves del carro y se fue a buscar la ropa mientras, yo me daba una buena ducha. Cuando tenía los ojos cerrados porque tenía champú en el cabello, sentí que me puyaban la espalda. ¡Verga!, eran las flechas que atravesaban la cortina del baño. La mujer se había vuelto una experta en tiro al blanco con el arco y flechas de Carlos.

Asombrado, le pregunté que le pasaba, que se dejara de usar eso porque no era mío. Ella no respondió nada, solo tomo unas prendas y me las lanzo a la ducha. Eran prendas de mujer que las encontró en el asiento trasero del carro.

Juré, súper juré que no toqué a ninguna mujer. Expresé mi alegato y ¿pueden creerlo?, no me creyó. Al día siguiente, en la reunión de la mañana en la empresa, le conté a mis compañeros y esto lo que hicieron fue reírse y expresaron que eso jamás pudo haberme pasado. Que la mujer me usara como diana para disparar las flechas, eso no podía haber pasado. Otros que no creían en mi palabra.

Hoy en día me pregunto: ¿Cómo habrá llegado esa ropa femenina a mi carro? No me acuerdo de nada.

El divorcio llegó al poco tiempo y hoy en día mi ex no me cree.

¿Y tú, lo crees?