Apenas oyó al nuevo penitente tomar su lugar, el sacerdote repitió la acostumbrada bienvenida: “Ave María Purísima” recitó. Del otro lado no hubo respuesta. No le sorprendió. A veces aquella enorme caja de madera no permitía el buen tránsito de la voz; así que volvió a repetir la frase, pero fue interrumpido antes de acabarla.

—Padre, quiero pedir perdón porque voy a matar a un hombre —dijo el penitente. Su voz susurrada traspasó fría hasta el oscuro confesionario.

—¡Matar a un hombre! Pero… ¿Qué dices? ¡Eso no, hijo mío! —Se apresuró a responder el padre—. Bajo ninguna excusa te puedo perdonar para que tú mates a otro cristiano. ¿Qué locura es esa? ¡Te puedo perdonar por los actos que ya hayas cometido, pero no por futuras acciones y, mucho menos, si esta será un asesinato!

—¿Y si fuese un acto de justicia, padre? ¿Y si fuese Dios usando mi mano para traer la paz y salvación a muchos otros? ¿Y si, con esa muerte, yo estuviera librando al mundo de una plaga?

—¡No, hijo mío! Dios no nos usa de ese modo. La justicia es de Él. La potestad de dañar al prójimo no nos es lícita en el nombre del Señor. Jesús nos enseñó a perdonar a quienes nos dañaron. —Luego, suavizando un poco la voz, el Padre continuó hablando: —Además, si estás aquí, podemos evitar que cometas ese pecado… Mejor habla conmigo, hijo, yo puedo ayudarte a pasar ese cáliz —le dijo.

—Sí. “Poned la otra mejilla” —murmuró en tono irónico el hombre.

El sacerdote trató, en vano, de reconocer al penitente por entre los orificios de la rejilla, pero no le fue posible; pues, el confesionario estaba diseñado de tal modo que no se pudieran ver los rostros, ni del penitente ni del confesor.

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Luego de un corto silencio, el confesado volvió a hablar:

—Pero… ¿no son pecados también los pensamientos, padre? ¿No merecen también esos pecados un perdón? —preguntó el hombre con una voz totalmente calmada—. Sí es así, entonces ¿podría perdonarme las ganas de matar que me pesan en el alma y que he traído hasta su confesionario.

El Padre reconoció el pecado de pensamiento; sin embargo, le explicó que no era lo mismo una idea que un acto. Le hizo ver que los pecados cometidos tenían un mayor peso para la justicia divina.

—Creo que comienzo a entender, Padre… Entonces, hablemos de eso: de los pecados del pasado —murmuró el hombre—. Yo le hablaré de mis malos pensamientos y usted me hablará de sus pecados cometidos, Padre.

El sacerdote se sorprendió por el cambio de la dinámica. El ruido que oyó del otro lado (como quien desprende un seguro o abre un pequeño candado) le puso la piel de gallina.

—¿Qué clase de broma es esta? ¿A qué estás jugando? —preguntó ya nervioso el sacerdote, apretando el rosario entre los dedos.

—Este es el juego del Confesionario, Padre —respondió el hombre—, y estas son las reglas de mi juego: Usted se confiesa conmigo y yo veo si lo absuelvo. —Y poniéndose de pie, agregó: —¡Ah, y recuerde que mentir no está permitido!

La silueta que el Sacerdote logró desentrañar a través de la rejilla, no le dejó lugar a dudas: el hombre lo estaba apuntando con un arma.

—¿Quién eres? —balbuceó el Padre con el corazón en la boca.

—Soy uno de sus niños, Padre… uno de sus viejos niños…

_{(Foto de Karolina Grabowska)
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The Confessional Game

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