La primera cacería.

in voilk •  3 months ago

    (Image by wirestock on Freepik)

    Sus pensamientos se apelotonaban en el cerebro mientras corría por el bosque, tratando de no caer y ser presa fácil. Su propia voz le advertía que no debió ir a ese lugar. «¡No somos detectives!» gemía mientras esquivaba ramas y saltaba raíces. La jauría de lobos estaba cada vez más cerca. A la izquierda y a la derecha, los oía aullar y, de vez en cuando, un celaje entre el follaje le hacían saber que estaban demasiado cerca. «Debí pensarlo mejor» se recriminaba sin dejar de correr.

    Unos días atrás, en la vieja estación del tren, dos ancianos habían estado cuchicheando sobre «el círculo» y «las bestias». Argenis oyó aquella conversación por pura suerte y, muy intrigado, se lo contó a su amigo Martín, quien se burló de él y de las teorías de los ancianos. Pero Argenis sentía que algo de todo aquello era real. Su intuición parecía gritarle que llegara al fondo del misterio. Las extrañas desapariciones en la región lo mantenían intrigado, así que, armándose de valor, se decidió por investigar y así terminó corriendo por el bosque para salvar su vida.

    Cuando llegó a la cima de la enorme cascada, la luna ya se levantaba en el cielo y los lobos ya no se oían. Argenis tomó un poco de agua para recuperar el aliento.

    —Sólo debemos bajar de aquí y ya estaremos más cerca de casa—se dijo a sí mismo para darse aliento. Desde su lugar, y mirando al sureste, el viejo puente parecía un enorme tronco de plata sobre el rio, pero en cambio, el fondo de la cascada, la oscura fosa se le figuró como el enorme ojo de un ser milenario oculto bajo la tierra. Oyó un gruñido a su espalda y se volvió para ver como los siete lobos habían dibujado una media luna. No eran animales comunes. Las cabezas parecían humanas y mostraban sus filosos dientes como sonrisas macabras; sus fieros ojos brillaban en sus rostros como candiles demoníacos. Supo que no tenía escapatoria si los enfrentaba. Uno de los siete canes, el que parecía liderarlos, se alzó en dos patas, y dando un par de pasos al frente, le ordenó: —¡Salta!

    Aquella voz le perforó la cabeza como una bala. Argenis, sin pensarlo siquiera, abrió los brazos y se dejó caer. La enorme perla en el cielo fue lo último que vieron sus ojos antes de hundirse en el agua. Mientras era arrastrado al fondo de las aguas, sintió como sus extremidades se le iban desencajando; era como si unas manos invisibles tiraran de sus miembros para arrancárselos y descuartizarlo, causándole un enorme dolor. Los pulmones persistieron en su instinto primitivo de buscar aire y el viejo sentido de la supervivencia lo hizo nadar contra la corriente hasta que, a cuatro patas, pudo alcanzar la orilla. Cayó sobre su cuerpo, exhausto, respirando con dificultad: ya no era el mismo.

    Lo siguiente que pasó, no tiene orden en sus recuerdos. Cuando trató de incorporarse, Don Beltrán y Don Lucio le apuntaba con una escopeta. Luego recuerda la lucha. El sobre los hombres y el disparo. La bala lo había rozado en el hombro causándole una herida que le ardía como el fuego. El chico golpeó a Don Beltrán con tanta fuerza que lo dejó casi inconsciente. El viejo Lucio le dio algo más de lucha, pero Argenis le alcanzó el cuello y de un mordisco le arrancó la tráquea. El sabor de la sangre bajando por su garganta despertaron en el joven un instinto asesino que se desconocía.

    En lo alto, la manada aulló con fuerza. Eran un hermoso espectáculo desde su punto de vista. Por primera vez los reconoció: esos siete hombres de pie, recortados contra la luz de la luna, ahora eran su familia. Entonces, sacudiendo su oscuro pelambre, también quiso aullar, pero los gritos de Don Beltrán le desviaron la atención. «¡Es un demonio!» gritó mientras reculaba en su huida. Argenis lo dejó correr un poco antes de cazarlo. Estaba rebosante de adrenalina. Podía oler el miedo del viejo y oír los latidos de su corazón como golpes de tambores: un sonido que lo hacía salivar de gusto. Seguido de cerca por el resto de la manada, lo persiguió río abajo haciéndole creer que podría escaparse, pero antes de cruzar el puente, le dio alcance. Desolló su cuerpo, desde la base del cuello hasta su espalda baja, con un manotazo, cumpliendo así con el ritual de la primera cacería. Los gritos del hombre aún son recordados por los aldeanos de la zona como los de un ánima en pena.

    Foto de Italo Crespi


    Muchas gracias a @vezo por la invitación.

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