El ser humano se empeña en complicarse la vida, siempre anda en la búsqueda de algo para atormentarse, no se puede quedar quieto con la felicidad que le brinda el universo.

Pareciera que lo que expongo es una locura, pero es cierto, basta con ver el hecho de que cada 365 días estamos sumando cantidades a la vida y yo me pregunto: ¿para qué?, ¿cuál es el objetivo?

Nos lo imponen desde pequeños, que sí para ir a la guardería, al colegio, la universidad, para sacar la licencia de conducir, para casarte y pare de contar. En mi caso, cuando cumplí los diez años, me dieron la trágica noticia de que iba a entrar en la adolescencia y que como el mayor de mis hermanos debía asumir responsabilidades para ayudarlos, cuidarlos, dar el ejemplo y otra vez, para de contar.

Asumí el decreto, pero allí comencé a saber lo que era la infelicidad. No era el hecho de que cuidara a mis hermanos, yo los quería, los quiero, pero mientras ellos gozaban una esférica con sus tremenduras, yo tenía que ser como un Queen Guard o Guardia de la Reina. Sí, esos tipos que no se mueven para nada, incluso estando encima del caballo. El resultado fue que comencé a ser un niño que se comportaba como un adulto. Cara de niño, pero con actitudes de viejo. A la familia y amigos de mis padres le parecía una cosa maravillosa. Qué gente tan maluca.

Al graduarme y obtener un excelente trabajo bien remunerado me largué de casa. Ya era mayor de edad y tenía el dinero para no depender económicamente de nadie. Tampoco nadie debía depender de mí. Allí comenzó el equilibrio de mi edad cronológica con la subjetiva. Eso lo digo ahora, en ese momento solo quería alejarme un poco de ser el mayor de los hijos. Cedí el nombramiento a mi hermano Luis, el que venía después de este catire. O sea, renuncié al trono.

Por arte de magia, el peso de las responsabilidades por ser el hermano mayor fue liberado y eso se notó en mi apariencia. Aquel niño con actitudes de viejito desapareció para dar entrada al loco feliz. A partir de allí comenzaron los comentarios de que no decía la verdad cuando respondía a la pregunta de cuál era mi edad. Me veían más chamo, pero lo mejor, era que yo me sentía más chamo.

Sin caer en la irresponsabilidad y en la inmadurez, adopté una actitud ante la vida de forma alegre. Alejé el estrés, las tristezas y me aferré a que todo en la vida tenía una razón positiva, que los desafíos que se me presentaban era porque algo maravilloso se acercaba. Hoy siendo hombre de las seis décadas todavía practico la alegría.

Esa actitud me ha llevado a estar saludable, sonriente y eso trae como consecuencia que te rodeas de personas similares creando así una atmosfera de amor, felicidad y prosperidad. No hay espacio para la tristeza, el odio o el egoísmo. Al no haber estrés, no hay apuro, la serenidad está presente y se lleva por delante a la ansiedad y la angustia.

No soy un robot, a veces llegan noticias o circunstancias que mueven el piso para hacerte caer, pero es tal el nivel de felicidad que no caigo, supero la adversidad fácilmente. Hay quienes dicen que me unto aceite para que todo me resbale. Es una forma que escogí para vivir, para sentirme bien y estar bien con mi yo interno, mi Dios. Esta fuerza que recibo aleja el temor a la muerte y me hace levantarme todas las mañanas con un sentido de agradecimiento inmenso. Por supuesto hay quienes me critican por ser así, piensan que me salgo de las normas de la sociedad y buscan etiquetarme con el título de inmaduro. Ellos son los infelices, yo sigo contento.

En resumen, la edad no te la dice un documento de identidad, la edad no es la que dicen por el año en que naciste, la edad es una etiqueta de la sociedad como tantas otras que nos imponen. No hay edad, hay momentos maravillosos de vida. Hace años, pero muchos que no celebro un cumpleaños, en cambio, todos los días celebro la vida y el amor.

Cada cabeza es un mundo, cada quien vive como mejor le plazca. Yo escogí una maravillosa vida llena de felicidad y sin necesidad de contar años.