Había una vez un pequeño pueblo enclavado entre montañas que se llamaba San Alejo. Este lugar tenía una peculiaridad: sus carreteras estaban hechas de piedra, talladas a mano por los antiguos pobladores hacía más de cien años. Cada una de esas piedras, firmemente asentada, contaba historias de generaciones pasadas que habían recorrido esos caminos a pie, en carretas y más tarde en los primeros automóviles.
Con el paso del tiempo, la modernidad alcanzó al pueblo. Las autoridades decidieron pavimentar las viejas carreteras para adaptarlas al tránsito creciente y a las necesidades de la actualidad. Los camiones llegaron con toneladas de asfalto y comenzaron a cubrir las antiguas piedras con una nueva capa negra y uniforme. Pero aunque la superficie de las carreteras cambió, debajo de cada centímetro de pavimento seguían descansando las inamovibles piedras antiguas, silenciosas pero resistentes.

Lo que nadie sabía era que estas carreteras de piedra tenían vida propia. Las piedras observaban el ir y venir de los autos modernos con cierta nostalgia, recordando el sonido de los cascos de los caballos y las risas de los niños de antaño. Una noche de tormenta, cuando el pueblo quedó a oscuras por un apagón, las piedras decidieron recordarles a los habitantes su verdadera esencia.
El suelo comenzó a vibrar suavemente, y pequeños fragmentos de asfalto se levantaron dejando entrever la piedra original debajo. Una anciana del pueblo, Doña Clara, que era descendiente de los primeros constructores de la carretera, escuchó el peculiar sonido de las vibraciones y salió de su casa con una linterna. Al ver la piedra emerger del pavimento, entendió de inmediato lo que estaba ocurriendo. "Las piedras no quieren ser olvidadas", murmuró.
Al día siguiente, Doña Clara reunió a los habitantes del pueblo y les contó sobre la importancia de conservar la esencia de sus caminos. Propuso que, en lugar de cubrir completamente las carreteras de piedra, trabajaran para preservar partes visibles de su legado. Así, comenzaron a limpiar y restaurar pequeños tramos de las antiguas piedras para que convivieran con el asfalto moderno.
San Alejo se transformó en un pueblo único, con carreteras que narraban su historia a cada paso. Turistas llegaban de todas partes para admirar la convivencia entre lo antiguo y lo nuevo, y las piedras, aunque ahora parcialmente cubiertas, se sentían en paz. Sabían que su voz no había sido silenciada, sino que ahora era escuchada por más personas que nunca.
Y así, las carreteras de piedra, con más de un siglo de historia, continuaron resistiendo, no solo como la base física del pueblo, sino como el alma viva de su identidad.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.