La señora Ramona era una mujer de corazón generoso y una fe profunda que se había convertido en el pilar de su vida. Desde su juventud en el pequeño pueblo de San Isidro, había encontrado en la iglesia católica un refugio y una guía. Cada domingo, sin falta, se levantaba temprano para asistir a la misa en la parroquia local, una tradición que había mantenido a lo largo de décadas.
En las frescas mañanas de domingo, Ramona se vestía con su mejor atuendo, un vestido modesto pero elegante que reservaba para la ocasión. Caminaba despacio por las calles adoquinadas, saludando a los vecinos con una sonrisa cálida. Su figura menuda pero firme irradiaba una serenidad que inspiraba a quienes la conocían.
Al llegar a la iglesia, Ramona siempre ocupaba el mismo banco, cerca del altar, donde podía escuchar claramente las palabras del sacerdote y sentir la presencia cercana de lo sagrado. Durante la misa, seguía cada palabra, cada cántico, con una devoción que parecía iluminar su rostro. Para ella, ese era un momento de conexión profunda, un tiempo para reflexionar, dar gracias y renovar su espíritu.
Con el paso de los años, Ramona se había convertido en una figura querida y respetada en la comunidad. Su presencia constante en la iglesia era una fuente de inspiración para muchos. Los jóvenes la buscaban para recibir consejos y apoyo, y los mayores la consideraban un ejemplo de fe inquebrantable. No importaba el clima ni los desafíos personales, Ramona siempre estaba allí, demostrando que la verdadera devoción no conoce obstáculos.
Uno de esos domingos, el padre Manuel, un sacerdote joven y enérgico, decidió dedicar la homilía a hablar sobre la fuerza de la fe y el poder del ejemplo. Señaló a la señora Ramona y la invitó a subir al altar. Con humildad y un brillo en los ojos, Ramona aceptó la invitación. El padre Manuel compartió con la congregación cómo su constancia y amor por la misa eran un testimonio vivo de la fe cristiana.
Ramona, emocionada y un poco avergonzada por la atención, agradeció al padre Manuel y a la comunidad por su amor y apoyo. Les recordó que la fe no solo se vive en la iglesia, sino en cada acto de bondad y compasión. Sus palabras, aunque simples, resonaron profundamente en los corazones de todos.
Después de la misa, el atrio de la iglesia se llenó de felicitaciones y abrazos. Ramona se sintió abrumada por el cariño de su comunidad, pero sobre todo, agradecida de poder compartir su fe con ellos. Ese día, mientras regresaba a su hogar, sintió una paz especial, sabiendo que su devoción no solo fortalecía su espíritu, sino que también tocaba las vidas de quienes la rodeaban.
Y así, la señora Ramona continuó su camino de fe, demostrando cada domingo que la verdadera devoción y el amor a Dios se manifiestan en los pequeños actos de constancia, humildad y amor incondicional. Su vida, sencilla pero llena de propósito, seguía siendo un faro de luz para todos los que la conocían, recordándoles la belleza de una fe vivida con autenticidad.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.